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Respuestas a nuevos desafíos de seguridad
Respuestas a nuevos desafíos de seguridad
 
Autor: Cueto Nogueras, Carlos de/Vilanova Trías, Pere
Editorial: Comares
Soporte: Libro
Fecha publicación: 12/01/2004
ISBN: 8484447650
229 páginas
Sin Stock. Envío en 7/10 días

Precio original:    14,59 €
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'RESPUESTA A NUEVOS DESAFÍOS DE SEGURIDAD'

Los estudios de Seguridad afrontan hoy un reto tan difícil como urgente: contemplar en sus análisis, con el necesario rigor, fenómenos, conceptos e incluso términos que, si no plenamente novedosos, sí tienen perfiles o variables que, hasta ahora, sólo se habían planteado tangencialmente y sólo habían sido abordados de manera más próxima a la especulación que al análisis científico.
Las contribuciones recogidas en este libro abordan el debate actual sobre seguridad y amenazas en sus diversas dimensiones (OTAN, Unión Europea, la hegemonía norteamericana y sus implicaciones, el terrorismo islamista, etc.) Constituyen un conjunto coherente de visiones que nos permiten profundizar con rigor en los elementos de un debate que, por la propia dinámica de los acontecimientos, viene estando caracterizado por la superficialidad y, con demasiada frecuencia, por la retórica huera.
Se nos ofrece, por tanto, un material que es también imprescindible para entender las claves de los acontecimientos que se han producido en los últimos meses. Me refiero, naturalmente, a la crisis internacional que ha desembocado en la guerra de Irak, cuyas consecuencias de toda índole comienzan ya a manifestarse.
Las aportaciones a este libro van más allá de este conflicto, que está ya presente en los escenarios que apuntan sus autores. Nos sitúan también ante las incertidumbres de futuro en un mundo más complejo y más inseguro, y nos indican los caminos a seguir en las respuestas a las nuevas amenazas y a nuestras evidentes debilidades. Por eso, como obra de conjunto, su mayor virtud es plantear visiones alternativas a los nuevos paradigmas de seguridad que se nos quieren imponer desde el otro lado del Atlántico.
Si el siglo XX, en términos geopolíticos, comienza en 1914 y culmina con la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS y del Pacto de Varsovia, el siglo XXI ha comenzado el 11 de septiembre de 2001. El impacto de los atentados terroristas de Al Qaeda en EEUU ha sido de tal intensidad que pareciera haber arrasado por completo el rico pensamiento en materia de seguridad, desarrollado especialmente en la segunda mitad del siglo XX.
El nuevo paradigma de seguridad que ahora se abre paso nos sitúa ante un escenario, definido desde EEUU, en el que el cambio en la naturaleza de las amenazas y la brutal evidencia de su existencia llevaría a poner en cuestión las respuestas a las mismas y la idoneidad o validez de las estrategias e instrumentos sobre los que se ha venido construyendo la seguridad; un concepto este, el de seguridad, que, como el de orden internacional, es sometido también a revisión.
Estas visiones no han nacido con el 11 de septiembre. Su formulación, como armazón ideológico y conceptual, estaba ya presente, en muchos de sus elementos, en las propuestas de algunos teóricos y responsables de la actual Administración republicana. El 11 de septiembre ha sido el catalizador que ha convertido una corriente de pensamiento en la acción política, de seguridad y de defensa de la Administración Bush, tal y como la hemos conocido en los últimos meses.
La tentación unilateralista o el deseo de buscar la seguridad total son elementos constantes en la formulación de la política internacional de EE UU, pero siempre habían acabado siendo moderados y encauzados por las decisiones del poder político. Tras el fin de la Guerra Fría, cobró vigor el debate sobre cómo administrar la abrumadora hegemonía americana en un mundo unipolar. Clinton pudo resistir los embates de la mayoría republicana del Congreso contra su política transatlántica (Cumbre de Bruselas de la OTAN, 1994: apoyo a la Identidad Europea de Seguridad y Defensa; puesta en marcha de la Asociación para la Paz, a fin de incorporación de nuevos miembros a una nueva Alianza sin adversarios; impulso a las medidas multilaterales para el control de armamentos). Pero el Congreso bloqueó o desvirtuó los acuerdos sobre control de armamentos (minas antipersonales, armas químicas, etc.).
Con la victoria de Bush, los que pedían la retirada de las fuerzas norteamericanas de Europa, los que proponían invadir Irak, los que propugnaban un escudo antimisiles que cubriese todo el territorio de EEUU, los que rechazaban el pago de los atrasos a la ONU, los que acusaban a Clinton de debilidad y propugnaban el ejercicio sin restricciones de la hegemonía norteamericana pasan a formar parte de los cuadros de la nueva Administración. Quienes propugnaban un soft power, un «poder suave» que combinase la capacidad militar y su efecto disuasorio con la acción multilateral activa son desplazados. Tras el 11 de septiembre, serán literalmente barridos del pensamiento dominante en la estrategia de EEUU. Incluso el Partido Demócrata prefirió retirarse a sus cuarteles de invierno antes que poner en cuestión el modelo de seguridad de Bush, que se impone al calor de la profunda herida y del miedo provocado por el 11 de septiembre, cuando, por primera vez en la historia, los EEUU fueron atacados en su propio territorio, poniéndose así en evidencia la vulnerabilidad de la mayor potencia mundial.
La nueva filosofía, con un claro sesgo ideológico, es bien simple en su formulación, y aparece condensada en el documento sobre Estrategia de Seguridad Nacional presentado por Bush al Congreso en Septiembre de 2002. Ningún Estado en el mundo puede alcanzar el poder de EEUU que es, por tanto, la única superpotencia. Para garantizar que siga siéndolo, debe evitarse que otros países (China, Rusia) puedan avanzar de manera sustancial en la modernización de sus arsenales. Pero si la URSS o China, como adversarios reales o potenciales, eran previsibles en su actuación y podían ser contrarrestados mediante la disuasión, EE UU (y sus aliados) se enfrentan a nuevas amenazas de carácter asimétrico, constituidas por una combinación de terrorismo, armas de destrucción masiva, tecnología y, eventualmente, tiranos y «estados fallidos». EE UU, además de dotarse de un «escudo antimisiles» y desarrollar un sistema de seguridad interior (Homeland Security) que puede dañar al arraigado sistema de libertades de EE UU, debe estar en condiciones de reaccionar de manera preventiva frente a estas amenazas externas «incluso si no sabemos cuando ni dónde nos van a atacar». El Gobierno de EE UU se arroga así la potestad de definir las amenazas a la seguridad internacional y de decidir el uso de la fuerza, que la Carta de las Naciones Unidas atribuye en exclusiva a su Consejo de Seguridad.
Hay una renuncia explícita a los mecanismos multilaterales de seguridad y de lucha contra la proliferación de armamentos (aunque algún asesor de Bush ha intentado matizarlo hablando, con no poco cinismo, de «multilateralismo a la carta»). La misión de EE UU es eliminar las amenazas a su seguridad antes de que puedan materializarse. Para ello, no le valen las alianzas (como la OTAN o la propia ONU), sino los aliados, pero, como hemos podido ver en el conflicto de Irak, se hacen pocas concesiones a los potenciales aliados. El mensaje es: «o estás conmigo o acepta tu irrelevancia».
Si España o el Reino Unido optaron por situarse incondicionalmente junto a EEUU y, especialmente la primera, esperan réditos en términos de una mayor relevancia, Francia o Alemania están ya experimentando las consecuencias de haber adoptado una tercera opción, la de cuestionar la visión del mundo según Bush y oponerse a la guerra contra Irak, propugnando la vía de los inspectores de la ONU para garantizar el desarme de Irak. Por eso es importante la reflexión sobre el papel de Europa en la seguridad internacional.
La Política Exterior, de Seguridad y Defensa Común forman parte del acervo compartido por los europeos y a ellas se habrán de incorporar los nuevos miembros, pero como han demostrado las recientes crisis, se encuentran en un estado embrionario. Para empezar, Europa carece aún de una definición de sus intereses estratégicos, de sus ambiciones concretas al servicio de las cuales pondría estructuras, medios y capacidades. Ese es el debate urgente, la vía, también, para recuperar la perdida cohesión europea. Europa no tiene que aspirar a ser un «contrapoder» frente a EEUU, sino simplemente a ser un «poder», a tener una capacidad de influir en los acontecimientos internacionales, de prevenir y gestionar las crisis que afecten a su seguridad. El entendimiento con EEUU es necesario y tiene sus ámbitos específicos, pero si Europa no quiere limitarse a ser una zona económica, si aspira a tener una influencia política equivalente a su dimensión económica y comercial, deberá definir sus propios intereses y redefinir las relaciones transatlánticas, reequilibrándolas como corresponde también a una situación en la que ya no existen amenazas directas a la seguridad común. La cooperación y el respeto mutuo, no la sumisión, es la única base posible de esas relaciones.
Europa tiene intereses específicos y viene practicando principios de actuación internacional como la renuncia a la fuerza para la resolución de controversias o el apoyo a los mecanismos multilaterales. Hasta ahora, pese a las discrepancias, el compromiso con las distintas administraciones de EE UU ha sido siempre posible. Parece difícil que sea viable ese compromiso con la visión del mundo según Bush.
Lo mismo cabe decir de la lucha contra el terrorismo, en la que Europa viene desarrollando una cooperación efectiva. El Consejo Europeo, en septiembre de 2001, además de expresar su apoyo sin reservas a EE UU, definió unas líneas de actuación en las que la cooperación policial, judicial y de los servicios de inteligencia eran la pieza esencial. Junto a ello, la necesidad de combatir las raíces en las que se alimenta el terrorismo islámico: la pobreza, la falta de libertades y, de manera más específica, la injusticia y la grave amenaza a la seguridad internacional que supone la permanencia del conflicto de Oriente Próximo. En esa visión de la seguridad y de la lucha contra el terrorismo, las fuerzas armadas ocupan un lugar subsidiario, previniendo ataques con armas de destrucción masiva o poniendo al servicio de las autoridades civiles sus medios y capacidades.
Pero lo que se nos dice ahora es bien distinto. Desde el 11 de septiembre, algunos dirigentes políticos y sus ideólogos, amparados por la espectacularidad y la simplificación de los medios de comunicación, vienen presentándonos un discurso burdo y primario, que nada tiene que ver con la realidad. Sorprende, por ejemplo, que haya desaparecido casi por completo cualquier análisis en profundidad sobre el terrorismo islámico y, en particular sobre Al-Qaeda, sobre sus fines y objetivos, sobre cómo se alimenta y extiende. Sorprende que se nos diga que «todos los terrorismos son iguales», cuando ello sólo es verdad en cuanto su intención de provocar temor y destrucción, pero no en lo que se refiere a sus objetivos y a su naturaleza ni en cuanto a la proporcionalidad de los medios con que se combate. Repugna que, desde esa visión totalitaria, se nos haya querido presentar la aventura bélica contra Irak y sus posibles sucesores como parte de la lucha contra el terrorismo.
Las reflexiones contenidas en este libro podrían resumirse en la idea que planteaba el exPresidente Cardoso de Brasil: ¿debemos dejar que la Agenda del miedo se imponga a la Agenda de la esperanza? Algunos dirigentes políticos parecen haber optado porque así sea. Pero millones de personas en las calles de todo el mundo han dicho que no se resignan.

Rafael Estrella
Diputado
Universidad de Granada
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